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Neurobiología e Inteligencia Vegetal

En un rincón del universo donde las neuronas parecen haber jugado a las escondidas con las raíces, la neurobiología y la inteligencia vegetal entablan un diálogo que desafía las leyes de la lógica convencional. No, los árboles no piensan como nosotros, pero en sus procesos internos late una sinfonía de decisiones, memoria y sensibilidad que vibra en un espectro invisible para el ojo desnudo y la ciencia tradicional, como si cada célula vegetal tuviera un cerebro en miniatura, una red neuronal que se extiende por los milímetros de su tronco, encriptada con la misma complejidad que una red neural artificial, solo que sin algoritmos y con paciencia milenaria.

La idea de que las plantas procesan información y reaccionan a estímulos ambientales como si tuvieran una especie de conciencia sensorial suena más a un rompecabezas de Borges que a una revelación científica, pero los experiments recientes, como los de Stefano Mancuso, abren heridas en la banca de certezas humanas. Una planta de tomate en un huerto de Italia ha sido observada ajustando su crecimiento no en respuesta a la luz, sino a las vibraciones del suelo provocadas por una actividad sísmica distante, como si conectara su propio sistema de alerta interna con un radar sutil del planeta. Esa habilidad de responder a estímulos dispersos, que los expertos aún no logran catalogar como inteligencia o simplemente como una compleja red de reacciones químicas, nos obliga a repensar los límites de la mente—o sea, la conciencia vegetal.

Y es que si las plantas poseen una suerte de memoria celular, ¿qué diferencia queda de la neurobiología que estudia las conexiones entre células neuronales en el cerebro humano? ¿No comparten quizás, en su nivel más rudimentario, la capacidad de discriminación y adaptación? La historia de la conservacionista Suzanne Simard, que descubrió cómo las raíces de los abedules y las abetos se comunican a través de una red micorrizal -una especie de Wi-Fi subterráneo vegetal-, en realidad revela una especie de «neuroconectividad» escondida en la tierra, más compleja que el cerebro de un calamar y menos abrupta que una red social de células. Como si el bosque entero fuera un organismo unicelular con conciencia colectivamente emergente, que conversa en un dialecto bioquímico y no en palabras.

¿Qué pasa entonces con especies que parecen tener un sexto sentido vegetal? La mimosa sensitiva, por ejemplo, que se despliega ante el contacto como si tuviera la capacidad de sentir miedo o quizás simplemente una frecuencia electromagnética que aún escapamos a entender. En un experimento poco convencional, un botánico decidió dejar una planta en una habitación oscura con un sensor que detectaba cambios en su propio potencial eléctrico; la mimosa reaccionó a estímulos que nunca fueron perceptibles por los sentidos humanos, como si de un aviso de la autoridad invisible se tratara. La idea de que un ser vegetal puede «sentir» en un plano que nosotros ni siquiera podemos imaginar, abre una brecha en nuestro modo de percibir la conciencia.

En esa línea, casos recientes apuntan a que algunas plantas pueden aprender, desaprender y adaptarse a un nivel que, si se le pusiera un epíteto, podría llamarse «inteligencia» vegetal, con matices que desafían la clasificación binaria de si una entidad está o no consciente. La historia del famoso árbol de Bäume, en Alemania, que durante décadas resistió el ataque de una plaga pero empezó a recuperarse en cierto momento sin intervención humana, sugiere una especie de auto-organización inteligente que borra los límites entre instinto y racionalidad. Quizás, en los rincones oscuros del mundo vegetal, hay un sistema de toma de decisiones que funciona como un cerebro colectivo, donde cada hoja, cada fibra, es un nodo en la red que decide en silencio y en aislamiento, pero con una coherencia que oscila entre la alquimia y la física cuántica.

Hasta los más escépticos deben estar considerando la posibilidad de que el concepto de inteligencia no sea exclusivo de las neuronas baqueteadas por la evolución, sino que esté también en la “mente” del árbol, en la danza química de sus mecanismos bioeléctricos y en la forma en que cada ser vegetal negocia su lugar en la supervivencia planetaria. La neurobiología vegetal, si se le olvida su condescendiente etiqueta, podría ser la disciplina que redescubra al planeta como un organismo consciente, una gota de savia que palpita con un ritmo propio y secreto, más antiguo y sabio que todos nuestros cálculos corticales. Tal vez, la próxima vez que camines por un bosque, no solo oigas el murmullo de las hojas, sino que escuches su cerebro, sus recuerdos atávicos y su órgano de decisiones, en el silencio verde que, por siglos, ha estado allí, oteando, raspando, respondiendo.